domingo, 29 de abril de 2012

Montevideo: verde grisácea o gris verdosa








 El periodista Daniel Erosa publicó una anécdota para decir que Montevideo es un pañuelo. Resulta que un hombre sumido en mil problemas se sube a un taxi, da la dirección a la que quiere dirigirse y se queda callado y con cara de poker. El taxista empieza a recrear cuentos de Roberto Barry, un especialista en chistes verdes. El pasajero le demuestra su malestar sin festejarle ni una humorada hasta que paga y se baja. Dos días después, en una reunión familiar, el hombre escucha que su cuñado –taxista él- comenta la estrategia de un colega: cuando ve subirse a un tipo que arrastra un mal día, se pone a hacerle chistes de Barry para ahorrarse la catarsis del viajero.


Por César Bianchi



 Algo así sólo puede pasar en una ciudad capital de América Latina: en Montevideo. Acá nos conocemos todos, como dice la publicidad de una gaseosa casera parecida a la Coca Cola. Y eso que en ella vive la mitad de la población de todo Uruguay. Un millón y medio de personas, la misma cantidad de habitantes de un barrio grande de San Pablo, el DF o Buenos Aires.
            Montevideo es una ciudad a escala humana y eso, dicen, es un atractivo para el visitante foráneo. No hay rascacielos y los edificios que más se le parecen no intimidan; atraen por su belleza rara como el icónico Palacio Salvo o la más moderna Torre de las Telecomunicaciones. En la capital uruguaya todavía hay partidos de fútbol callejeros con arcos formados con dos piedras y el mozo no tiene urgencia en limpiar la mesa y levantar el pocillo del café.
            La semana pasada fui al bar de la esquina de mi casa a mirar un partido de fútbol. Pedí sólo un whisky nacional porque andaba con poco dinero. El mozo me invitó una pizza con muzzarella y otro cliente, agradecido por haberle permitido sentarse en mi mesa, me invitó otra medida de whisky. Mi equipo ganó y yo volví a casa cenado: pagué solo 25 pesos, un dólar. De ese tipo de historias mínimas de gente bonachona se ha escrito el mito de los montevideanos.
           
            Cité al escritor Leandro Delgado en el bar San Rafael, el sitio donde almorzaba Mario Benedetti todos los mediodías sin que nadie lo molestara. Delgado volvió este año a su ciudad luego de haber vivido seis en el exterior. Hizo una maestría en Comunicación en Leicester, Inglaterra, y luego se fue a Nueva York para estudiar Literatura durante cinco años. Volvió porque extrañaba, dice. Le pregunto “qué” y contesta: “esto; poder tomarme un café sin apuro”.
             Él, que se considera un observador de Montevideo –“estudiosos hay muchos, observadores pocos”- dice que le encanta caminarla. “Es una ciudad que se camina muy bien”, sostiene. En una capital sin subtes y con un sistema de transporte en plena reestructura, bien vale recorrerla a pie. O en taxis con conductores locuaces.
            Todo queda más o menos cerca. Y sus atractivos permanecen inalterables con el tiempo: desde la sencillez de una feria centenaria como la de la calle Tristán Narvaja en el Cordón, pegado al centro, hasta el pintoresco Mercado del Puerto en la Ciudad Vieja, junto al mejor puerto natural de Sudamérica. Están a 15 minutos. Acá da la impresión que siempre se puede llegar a cualquier lado en un cuarto de hora.
            En la tradicional feria dominical de Tristán Narvaja el curioso encuentra frutas, verduras y quesos, junto a primeras ediciones de libros antiquísimos, vinilos de los que ya no se consiguen o antigüedades varias. Todo voceado, como en un pueblo, pero en centro mismo de la capital: frente a la Facultad de Derecho y la Biblioteca Nacional.
             Lo del Mercado del Puerto es otra cosa. Allí el lector podrá encontrarse con un combo bien criollo: carne uruguaya de exportación, morenas bailando al ritmo de candombe y el medio y medio, un aperitivo híbrido entre vino blanco y champagne. El mercado fundado en 1868 por el acaudalado español Pedro Sánez de Zumarán resume lo mejor de la gastronomía y la buena vida. Si un turista llega a Montevideo y no pasa por aquí será como haber ido al Louvre e ignorado a La Gioconda.
            Está emplazado en la Ciudad Vieja, el barrio donde se respira la historia de la Banda Oriental. Todavía se conserva erguida la puerta de la Ciudadela, símbolo de la entrada militar a la ciudad amurallada cuando la defensa de la colonia. Ahí también están los restos del prócer José Artigas, en un mausoleo bajo custodia en plena Plaza Independencia. Está la recién inaugurada Torre Ejecutiva, donde tiene su oficina el presidente, el hotel cinco estrellas Radisson Victoria Plaza y el histórico Teatro Solís, la edificación más emblemática de la ópera y la alta cultura. El Solís, inaugurado en 1856 y bautizado con el nombre del navegante sevillano que descubrió el Río de la Plata, permite visitas guiadas por una sala que remite al teatro Scala de Milán.
            A dos cuadras de allí se puede ir a tomar una uvita al boliche Fun Fun, una tanguería que atrae a intelectuales y jóvenes bohemios que quieren serlo. Las fotos evocan la repetida presencia de Carlos Gardel acodado en aquella barra. Cuentan que en 1933 “El Zorzal” cantó a capella para los presentes. Los grandes maestros del tango frecuentaron el lugar, desde Julio Sosa a “Pichuco”, Canaro o Piazzolla. La uvita es una bebida de elaboración propia y de fórmula que alguna vez fue “secreta”, antes de internet. Es una copita de vino garnacha mezclado con oporto y añejado con bastante azúcar, pero la clave está en las proporciones.
            Montevideo es como los parroquianos del Fun Fun. Es gris, se repite, porque los montevideanos lo son. Amantes del tango y la nostalgia, nada efusivos, meditabundos, reflexivos. No todos lo ven así.

           
            Al músico Fernando Cabrera le molesta el rótulo que identifica la ciudad con el color gris. “¡Qué va a ser gris! Es verde. Lo ves cuando llegás de afuera, desde arriba del avión. Y si lo dicen por los montevideanos, tenemos rasgos conservadores, pero hemos demostrado ser un pueblo instruido, hondo, con capacidad de abstracción”, dice. Habla con una copa de vino tannat en la mano, una especialidad varietal del suelo uruguayo, donde la vid se cultiva en un clima templado. Acá hace frío en invierno, calor en verano y está agradable en otoño y primavera. Todo promedio, sin estridencias.
            Cabrera es un amante de Montevideo y el Uruguay todo. Le ha dedicado a la capital muchas de sus composiciones y ha defendido la identidad oriental en cuanto documental se filme o suplementos se publiquen. Dice que lo enamora de la ciudad lo mismo que a tantos extranjeros que la elijen para vivir: el aire puro (en parte consecuencia de la decadencia industrial, ejem…), la brisa, el cielo luminoso y despejado, producto del viento y el vínculo estrecho que la urbe tiene con el mar.
            He ahí otro de sus encantos: Montevideo, eterna aspirante a metrópolis, se da el lujo de tener una rambla o costanera bordeada con numerosas playas como la Ramírez, la de Pocitos, Buceo, Malvín o Carrasco. No hay montevideano que no se jacte de la rambla, quizás mirando con sorna a la majestuosa Buenos Aires. Fue nombrada monumento histórico y propuesta para Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Los fines de semana, especialmente, las parejas la recorren mientras comparten el mate, la infusión criolla a base de yerba mate. Otros bajan con un libro, en patines o bicicleta.
            A Cabrera también le gusta caminar Montevideo. Recorrer el Parque Rodó, pasar por entre los juegos infantiles como el Gusano Loco o el Tren Fantasma y pasear por su parque de 25 hectáreas. Ir hasta el Prado con sus múltiples espacios verdes o llegar hasta el Cerro, sobre la bahía, con su fortaleza que recuerda la última construcción de la defensa española, a 132 metros sobre el nivel del mar. Los cañones en desuso remiten a la vigilancia del faro y la posición cautelosa de los españoles ante las invasiones inglesas. 
            Pero Cabrera, un tipo sensible, nunca deja de mirar para arriba en su ciudad. “Es que me encanta la arquitectura. Veo que acá coexisten estilos armoniosamente. Desde los años 20 a los 50 hubo una arquitectura modernísima, aggiornada con lo mejor del mundo. Hoy sigue siendo un museo viviente de aquella época. Cuando viene un arquitecto extranjero se le cae la mandíbula”, opina el artista.
            No en vano Le Corbusier también se enamoró de la capital uruguaya en 1929 y quedó pasmado con el Palacio Legislativo, una alegoría del lujo y la ostentación de la época. El italiano Vittorio Meano diseñó esta representación del republicanismo y la voluntad popular y su compatriota Gaetano Moretti fue el mentor estético. Para concretar este despropósito que demoró 22 años en erigirse, Moretti trajo artesanos de toda Europa para hacerse cargo de cada detalle, desde los mosaicos hasta los vitrales y la orfebrería. Planificó con esmero el Salón de los Pasos Perdidos, como si fuera una sala del Palacio de Versalles, pero lo pensó en el barrio de Aguada y visible desde la céntrica Plaza Fabini, al fondo de la avenida Del Libertador. Es el sitio donde los parlamentarios concurren todos los días para negociar nuestras condiciones de vida.
            Otra obra de la época dorada que el visitante no puede dejar de conocer es el Estadio Centenario. Se construyó en apenas nueve meses para la competición del primer mundial de fútbol de 1930, que ganó Uruguay en final rioplatense. Dicen que para no evidenciar un favoritismo, Gardel fue a desearle suerte a la selección argentina y luego a la locataria. El arquitecto Juan Scasso diseñó un estadio de fútbol para 70.000 personas a las apuradas y en 1983 fue declarado Monumento Histórico del Fútbol Mundial, única construcción con semejante bautismo.
            El Centenario está ubicado en el Parque Batlle, un escenario ideal para caminatas o practicar deportes (está la pista de atletismo y el Velódromo municipal) o incluso admirar arte. Con algún que otro grafiti, en el parque está la obra “La Carreta” del prestigioso escultor José Belloni. En Montevideo las manifestaciones culturales y la impronta popular siempre van de la mano: y es más idiosincrasia que posmodernismo.
            La identidad nacional también viene en otros envases. En cualquier esquina montevideana le servirán un buen chivito canadiense (pero nada más uruguayo). Se trata de un churrasco de lomo tiernizado entre panes con lechuga, tomate, huevo y aderezos o al plato, con fritas y ensalada rusa.
Y si la prefiere sentir: basta darse una vuelta por los barrios Sur y Palermo,         “rivales y hermanos” al decir del cantautor Jaime Roos. Son calles angostas entre el centro y la rambla, donde se palpita el candombe, género de reminiscencia africana, con negros que todavía le pegan con alma al chico, piano y repique, los tambores del sonido local. Conocer el desfile de Llamadas y las murgas de carnaval una noche de febrero es aprehender el espíritu montevideano de un solo golpe. Como un trago de tequila o una mordida de taco, con la diferencia de que restoranes mexicanos hay por todas partes.


            El historiador Aníbal Barrios Pintos ya no puede caminar la ciudad. Con 81 años y una reciente viudez, prefiere quedarse a leer y escribir en su casa del Cordón, un barrio tipo de Montevideo: donde las vecinas hablan de una vereda a la otra y hasta hace unos años nadie cerraba la puerta a la hora de la siesta (hoy es un riesgo poco conveniente). Pero el director de la revista de la Academia Nacional de Letras y de la publicación del Instituto Histórico y Geográfico anda muy bien de la memoria. Recomienda el Museo Histórico Nacional, el municipal de Bellas Artes y el Torres García, que homenajea la obra del pintor fundador del universalismo constructivo, que puso de moda el mapa donde el sur está arriba.
         Levanta la voz al acordarse de las galerías comerciales históricas como el London Paris, que ya dieron paso a los shopping center como sitios comerciales y de recreación favoritos. El primero fue el Montevideo Shopping, cuando la reapertura democrática en 1985; hoy –prosperidad mediante y delirios de renacimiento de “la Suiza de América”- ya son cuatro shoppings y se anuncia la pronta construcción de un quinto. Las multitudes prefieren un gran centro comercial con mucho para ver, cines y plazas de comida, todo en un mismo lugar.
Entre montañas de libros con sus investigaciones sobre cada departamento (provincia) del país y papeles escritos a máquina, Barrios Pintos evoca los atardeceres contemplados desde las canteras de la Facultad de Ingeniería. “Es un rito que vale la pena y es gratis. La gente va a comer bizcochos y tomar mate, ven la caída del sol y se van. Es un momento precioso”, dijo.
         Sabe que estos tiempos no son los suyos, pero le parece bien. La nostalgia lo lleva al bar Sorocabana o al Café Brasilero, donde el parroquiano Eduardo Galeano garabateaba como en su living. “Eran verdaderas tertulias tradicionales, no contaminadas por el vaho culinario”.
            Barrios Pintos coincide con el músico Cabrera en que Montevideo es verde. Destaca sus “remansos de paz” que fueron pergeñados por técnicos franceses a fines del siglo XIX y principios del XX. Tentado por el oficio, apunta que Charles Tahys pensó el Parque Rodó y el Parque Batlle, en honor al ex presidente colorado y progresista (cuando la izquierda, toda una rareza, todavía no se había adueñado del término). “En el Prado, diseñado por Lasseaux, está el museo y el Jardín Botánico, en el que Charles Racine reunió en 1902 miles de especies de plantas llegadas de los más remotos países”.
          Ni a Delgado, ni a Cabrera o Barrios Pintos les sorprende que Montevideo encabece la edición 2009 del ránking de calidad de vida entre las ciudades sudamericanas para Mercer Human Resources, o que sea la segunda detrás de San Juan de Puerto Rico en toda Latinoamérica. En la mañana del 1 de marzo, día que asumió el presidente José Mujica, el mandatario colombiano Álvaro Uribe salió a correr solo, sin custodia, por la rambla montevideana. Quizá en esas cosas se fije la consultora suiza.
         La sencillez de sus pobladores, el don de gentes de buenas costumbres y los taxistas parlanchines son medias verdades que invitan a comprobarse in situ.

Colonia, la romántica

Histórica ciudad amurallada que enamora a los enamorados.


Por César Bianchi.



Una pareja de enamorados está pasando por un mal momento. Él, Juan, sabe que ha descuidado su relación; y ella, Luz, harta de tolerar las ausencias de su novio, llega a la casa con mal talante. Juan -un actor exitoso en una tira juvenil de 1993 devenido en víctima de la ignominia- la recibe sacando un pollo (quemado) del horno. Le ruega que lo perdone, le dice que quiere hacer las cosas bien, que la ama. “Pedime lo que sea, lo que sea para sacar esto adelante”, se esmera. “Estuve pensando en algo… Últimamente no estamos pasando mucho tiempo juntos, así que podríamos hacer algún viaje, algo simple. A Colonia, por ejemplo, este fin de semana”, dice ella. “Hecho: nos vamos a Colonia”.
Eso sucede en el capítulo ocho de la segunda temporada de la comedia argentina Todos Contra Juan.Es recurrente la obsesión de guionistas de comedias, novelas y cine argentino con Colonia: si una pareja tiene que reconquistarse, cruza el Río de la Plata y se va a Colonia; si un bandido cometió una estafa, se va a la buena anfitriona Colonia; si un escritor necesita inspiración, se va a Colonia para hallar su musa; si hombres de negocios tienen que reunirse, también van a Colonia.
Es más, Ulises, tercero en discordia de la novela, ex novio y patrón de Luz en una revista con preocupaciones ecológicas, debe asistir como activista, a la Convención Mundial de Medio Ambiente en… Colonia.


Colonia del Sacramento está en el suroeste de Uruguay, y hay que decirlo desde el inicio: fue declarada Patrimonio Histórico de la Humanidad por la Unesco en 1995. Es la chapa que tiene, el orgullo de la localidad, el departamento y hasta el país. Para eso tuvo que aggiornar su estilo de vida pueblerino a las exigencias del turismo VIP. Y qué mejor que hacerlo que tomando a la historia como aliada. Así, se dio cuenta que las callecitas empedradas y los faroles de la época colonial portuguesa eran, en sí mismos, un atractivo. Sólo había que rodear esa herencia con buen gusto y menúes variados.
En ese híbrido hoy conviven todos armoniosamente: los colonienses trabajando todo el año para el turismo (que se da el lujo de no contar con una zafra puntual) y los turistas dejando divisas, todo el año. El diferencial es la seguridad: por las calles del casco histórico los visitantes pueden ostentar alhajas, filmar tranquilos o grabar con sus celulares touch screen sin miedo a que se los saquen de las manos.
Colonia es una ciudad bipolar. Es típicamente uruguaya si uno pasea a pie por el centro o recorre la rambla portuaria. Verá chiquilines tomando mate y comiendo bizcochos como en cualquier ciudad oriental. Están esperando que caiga el sol: haciendo nada, eso que es tan lindo y se hace poco. Pero, lo dicho, el orgullo es la Ciudad Vieja, no más de diez manzanas que exhiben el legado europeo de la época de la colonia, de cuando españoles y portugueses se la disputaban como un trofeo (en 326 años de vida ¡cambió 15 veces de dueño!).
Los portugueses fundaron Colonia del Sacramento en 1680. Cuarenta años antes Portugal se había escindido de la corona española, golpeándose el pecho. Pero la bravuconada les hizo salir a buscar un puerto conveniente por estos lados para seguir contrabandeando plata y esclavos africanos, sin depender del puerto de Buenos Aires. Así eligieron un fragmento en territorio español del paraje conocido, entonces, como San Gabriel. Este gesto temerario, de elegir un punto estratégicamente frente a la capital porteña, conllevó las fricciones que se sucedieron después entre los dos vecinos de la península ibérica.
Querían, entre otras cosas, redimensionar la riqueza ganadera de la región. Ahí Colonia empezó ganando. Los faeneros y los bandeirantes fueron los primeros oportunistas: venían, con permiso del Cabildo de Buenos Aires, esperaban a la vera de los arroyos y embarcaban todos los vacunos que precisaban. Después se sumaron los indios. Este golpe ambiental que significó la introducción de la ganadería, parece menor al lado del cambio climático y calentamiento global que conocemos hoy.
Con esas ansias de conquista lusitana -que llegó a traducirse en falsificación de mapas donde Brasil crecía virtualmente- unos 800 soldados y varias familias de colonos fundaron Colonia. Hoy, esa arquitectura que evoca el espíritu de la época se ve reflejada en la Ciudad Vieja o casco histórico, unas 12 hectáreas que viven por y para el turismo, como los propios lugareños.
En ese puñado de manzanas confluyen los estilos español y portugués, ya sin conflictos. Están los desagües de las calles adoquinadas, la ilustración de puertas y ventanas, el diseño de las tejas y hasta los mobiliarios. Hay decenas de faroles, como los de antaño, que le dan su toque de identidad colonial y la mismísima Calle de los Suspiros, cita ineludible para cualquiera: ícono del romanticismo, convertido en postales.
Cada casa tiene un azulejo nomenclator con el número de la vivienda y el nombre de la calle en letras barrocas, con filigranas y diseños poco criollos. Los hizo el artesano y ceramista Ariel Chape, a principios de los años 80, a pedido de la Intendencia Municipal de Colonia, cuando la ciudad quería ser lo que hoy es. Chape vive en el paraje Oreja de Negro, a mitad de camino entre el centro de Colonia y el residencial Real de San Carlos, y tiene su local de artesanías en la histórica Ciudad Vieja. Dice que el torno alfarero le queda muy bien, pero también ha hecho réplicas de fuentes de té o café en cerámica y platos idénticos a los originales, que exhibe en el Museo Portugués de Colonia. Una fuente de jardín suya se aprecia en el hotel Plaza Mayor, en el medio de mucho verde.
Chape dice que es fácil distinguir lo notable en Colonia: cada quien la vive como quiere. “Muchos de acá la sienten como si fuera una aldea; otros viven como en Buenos Aires, enloqueciéndose al trabajar 14 horas por día”. Los primeros cortan las tardes para la siesta, entre ellos el propio ceramista. Excepto por el shopping center, en la entrada a la ciudad por la ruta 1, y por los comercios en el casco histórico, esta ciudad mutila sus jornadas laborales para no cansarse.
El obrero apunta lo que han dicho otros: la tranquilidad de la zona es un plus para el visitante. Un amigo de él hace años que deja la manguera con la que riega el césped de su casa colgada en el portón del frente, y a nadie que adivinara a pasar en bicicleta por ahí se le dio por llevársela. “A lo sumo puede haber algún robo cuando viene algún grupo de rock de Montevideo”, dice.


Por algo la ciudad italiana de Florencia no tiene subtes; porque se la puede recorrer a pie. Pasa lo mismo con Colonia. Y si caminar por Florencia es como retrotraerse al Renacimiento, hacerlo por la Ciudad Vieja de Colonia (con un poco de imaginación) bien puede evocar los tiempos coloniales.
En una de esas esquinas está la Pulpería Los Faroles. Luego de recomendar el lomo a la pimienta o salmón en salsa de camarones, Gerardo Pernigotti cuenta cómo empezó a reconstruirse la nueva identidad de la localidad uruguaya. Pernigotti, argentino de la localidad porteña de Los Toldos,  es el dueño de la “pulpería”, en la parte histórica de la ciudad. Dice que para 1975, el estadounidense Edward Shaw llegó y se enamoró del lugar. Comenzó a llamar a sus adinerados amigos y a conminarlos a invertir en ella. El norteamericano Roger Alubba y el uruguayo Juan Carlos Puppo se sumaron a la movida. Tres años después, todos ellos tenían su propia casa en Colonia. Pero se dieron cuenta que el barrio sur, nada muy distinto a un conventillo, necesitaba glamour. Y ahí se abrió la pulpería como lugar de encuentro y sitio de comidas.
Hoy, sigue Pernigotti, el turismo en la ciudad es una industria tan fructífera como la agricultura y la ganadería. La ciudad, con 20.000 pobladores, recibe 700.000 visitantes por año. Además, integra la cuenca lechera con San José, tiene un puerto que permite el logo “for export” en los productos que salen, y tiene pujantes sectores como la quesería, que intenta emular la exitosa ruta del vino de Mendoza, con… la ruta del queso.
Es, coinciden los que saben, el departamento uruguayo de mayor crecimiento en las próximas décadas.
Pernigotti comparte con el artesano Chape: en Colonia todavía se pueden dejar las llaves del auto puestas y la puerta abierta todo el día. Y se puede mirar hacia arriba y ver el sol, gracias a la reglamentación municipal que impide construir edificios de más de 15 metros. “No es poca cosa ver el cielo”.


Colonia es algo más que calles empedradas y poses para la foto bajo los farolitos. Bordeando la rambla, donde -quedó dicho- hay jóvenes mateando, se llega a la zona del Real de San Carlos. El vecindario atestigua la huella española en la ciudad; por allí acampaba el ejército a las órdenes del rey Carlos III. Hay construcciones majestuosas y otras derruidas que supieron de momentos de gloria, y así atrajeron al galán de telenovelas coloniense Osvaldo Laport, que cruzó a buscar fama a Buenos Aires.
Por ahí está el Museo de Naufragios y Tesoros, empecinado en mostrar que este litoral norte del Río de la Plata está lleno de historia. Colonia toda tiene identidad museística: la Casa del Virrey está reciclada pero honra su origen portugués; el Centro Cultural Bastión del Carmen, de 1880, fue fábrica de jabón, curtiembre y granero; el Museo Municipal fue la casa del Almirante Brown desde 1795; el Museo del Azulejo suma piezas portuguesas, francesas, catalanas y las primeras uruguayas; y por si fuera poco están el Museo Español y el Portugués, con muros levantados en el siglo XVIII.
El Real de San Carlos nace en 1761 cuando el ejército español, respondiendo a la corona, sitió el lugar para desalojar a los portugueses. Pedro de Cevallos hizo sus tareas imperiales y luego del acuerdo –tras el Tratado de París, Colonia quedó en manos portuguesas- mandó tirar abajo todo lo que había construido durante su gobierno.
Pero quedaron unas cuántas cosas que hoy deben visitarse. Hay una enorme Plaza de Toros, por ejemplo. Con un estilo morisco, fue construida con ladrillos de arcilla de la zona. Fue fundada por el empresario argentino Nicolás Mihanovich en 1908 y en ella hubo apenas seis corridas. Es que el entonces presidente de la República, el progresista colorado José Batlle y Ordóñez, también presidía la Sociedad Protectora de Animales, y claro, quedaba feo que hiciera la vista gorda. Prohibió las fiestas taurinas, entonces, y el símil de coliseo quedó a disposición de feriantes, directores de videoclips, de telenovelas (de nuevo) y hasta de personas sin techo. Por estos días, aunque hay carteles indicando el peligro de derrumbe, los turistas, intrusos, se cuelan para tener la fotografía digital desde su interior.
La plaza de toros contó con una capilla, donde los toreros oraban antes de cada actuación. El escenario está bordeado por una calle que lo circunvala hasta que se enfrenta a una doble avenida, donde se realizan carreras de autos avaladas por la municipalidad. Dicen que estas carreras algo tuvieron que ver con la decadencia de la plaza de toros, considerando las consecuencias de las vibraciones en el suelo. Detrás de la plaza está el Hipódromo del Real, uno de los más importantes en el país. Y a metros está “el frontón”, como lo llaman. Es un estadio cerrado de pelota vasca, donde se disputaron juegos sudamericanos y se lució Néstor Iroldi, el uruguayo cinco veces campeón mundial de esta disciplina.
  La zona le debe casi todo a Mihanovich, quien a principios del siglo pasado tomó el viejo bastión español y lo impulsó con inversiones: construyó la plaza de toros, el único frontón de Sudamérica, un hotel casino, una usina eléctrica y un muelle de madera. Hoy hay un hotel y un barrio privado donde antes había un bañado; y aquel casino servía de recreación para todos los porteños, cuando en Buenos Aires estaba prohibido apostarle al azar. 
Todo de frente a un cordón de playas de arena bien blanca. Es como un pequeño balneario dentro de la ciudad. El departamento de Colonia cuenta con 200 kilómetros de costa para el disfrute. Desandando el camino por la rambla se ven casas enjardinadas y visitantes en carritos de golf para cuatro personas, a 12 dólares la hora.
El centro de la ciudad está dominado por la democrática General Flores, donde se juntan los turistas que se sienten a sus anchas en el casco histórico y los lugareños que viven del turismo sin quejarse. General Flores comienza donde el puerto de yates se junta con la Ciudad Vieja: hay placitas, oficinas, comercios y restoranes que pasan los partidos de Boca y River. Alguno, vale consignarlo, prefiere sintonizar el fútbol uruguayo.
El artista plástico Jorge “Perico” Carbajal contradice la teoría de otro pedacito de Uruguay porteñizado (como Punta del Este, digamos); dice que son los bonaerenses los que eligieron instalarse de este lado y “uruguayizarse”, tocando el tamboril los fines de semana o hinchando por la celeste. ¿Por qué? La respuesta de todos: además de linda y romántica, Colonia es tranquila y segura. “Pero cada vez lo decimos menos y en voz baja, para que no se aviven los ladrones. Colonia tiene ese encanto que adormece. Mirá que los que vienen a buscar el amor, se enamoran”, concluye.
No hay cómo evitarlo.
Juan y Luz terminaron su noviazgo al capítulo siguiente de Todos Contra Juan. Nunca pudieron concretar el prometido viaje a Colonia. Quizás fue por eso. 

La extraña (primera) dama

Ex guerrillera, senadora del Movimiento de Participación Popular, es la esposa y alma gemela del presidente de Uruguay. 

Por César Bianchi.
Publicada en Gatopardo de México, nominada al premio Ortega y Gasset.



A la pequeña Lucía  le dijeron que tenía que conseguir que todos los niños del colegio y del barrio firmaran una carta para el presidente estadounidense. El ingeniero eléctrico Julius Rosenberg y su esposa Ethel, pertenecientes a las juventudes comunistas, fueron enviados a la silla eléctrica en junio de 1953 en la primera ejecución por espionaje de civiles en Estados Unidos. Una semana antes, en el colegio Sacre Coeur de las Hermanas Domínicas de Montevideo, las monjas se sumaron a la iniciativa humanitaria mundial de las cartitas que sensibilizarían a Harry Truman.
Y Lucía, una niña uruguaya de 9 años con el cabello siempre impecable, se entusiasmó. Cuando se enteró por la radio que los Rosenberg habían sido ejecutados, sintió un profundo dolor. Fue, según ella, su primera indignación. Aquel episodio político fue el germen de una razón de ser de izquierda, cree hoy.
“Después de la indignación viene el compromiso”, dice con 65 años, el pelo totalmente blanco, la voz calma, las arrugas elocuentes. Lucía sigue siendo Lucía, a secas, para la gente. Y es Lucía como su esposo, José Mujica, es el Pepe. Lo curioso es que Pepe es el presidente de Uruguay y Lucía Topolansky, senadora y primera dama.
Junto a su marido han vivido una peripecia idéntica y paralela: ambos fueron guerrilleros del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T, donde se conocieron), estuvieron largamente encarcelados, se fugaron, volvieron a ser capturados, se adaptaron al sistema político una vez liberados, llegaron al Parlamento, al gobierno y finalmente al sillón presidencial.
Se han publicado muchos artículos y libros contando la novelesca historia de Pepe Mujica, Gatopardoinclusive. Pero poco se sabe fuera del Uruguay de su compañera Lucía Topolansky Saavedra, su versión femenina y alma gemela.
Sin el glamour de su vecina y amiga Cristina Fernández de Kirchner y lejos de la seducción física de Carla Bruni, Topolansky no usa maquillaje, ni celular ni tarjeta de crédito; no se pone polleras cortas ni se le ocurriría exhibir un escote como el que una vez se animó a mostrar la alemana Angela Merkel. Su seducción pasa por su sencillez al hablar con “el pueblo” y no precisamente por su andar, algo maltrecho tras una operación de cadera.
Lo de ella todavía sigue siendo el compromiso, la militancia, y aunque podría descansarse en su rol cómodo de primera dama, prefiere el arduo trabajo legislativo. Por si fuera poco, dona el 70% de su salario al Movimiento de Participación Popular (MPP), el sector que fundó su marido, para financiar una cooperativa de microcréditos y planes de vivienda populares.

  
El primer mandatario es Mujica, claro, pero Lucía representa la voz del presidente para muchos periodistas, políticos y parte de la población. No hay cosa que le moleste más, por estos días, que sentir que quieren oírla para saber qué piensa Pepe.
“La gente me visualiza como la vía corta hacia él. Esa puerta he tratado de cerrarla, porque el acceso al presidente está organizado a través de su secretaría, pero la presión la sufro y estoy aprendiendo a manejarla. Es lo más novedoso”, dice Topolansky a propósito de ser “primera dama”, una figura institucional que en Uruguay no existe. Para filtrar ese atajo comenzó por cambiar el número de su celular.
Por lo demás, en la vida presidencial de esta pareja de ex guerrilleros tupamaros, siguen yendo a la feria de chacareros los fines de semana, de la mano y con la bolsa de los mandados. Siguen usando su Volkswagen Fusca desvencijado y despreciando el auto presidencial; siguen plantando alfalfa, zapallos y frutillas en la huerta del fondo de su casa. Él, presidente y todo, le sigue cebando mate todas las mañanas a ella.
Aunque le moleste, Lucía Topolansky sabe que no es tan descabellado que quieran escucharla para saber cómo piensa el presidente. Pepe y Lucía están mimetizados, comparten un único pensamiento político y hasta trasmiten sus ideas con el mismo vocabulario. Ella ha adquirido los modismos léxicos de su esposo y se reconoce buena comunicadora popular.
No sabe identificar la última vez que discrepó con su marido en algún asunto político discutido en “Puebla”, su chacra de Rincón del Cerro, un barrio rural en la periferia de la capital. “Bueno… hemos tenido puntos de vista distintos. ¿Si recuerdo algo? En este momento no”, se excusó hace un mes en su despacho del Parlamento (cuadro de Artigas, foto del “Che” Guevara, una con Mujica de hace 15 años en blanco y negro, pizarrón de acrílico con las actividades anotadas).
María Elia Topolansky, hermana gemela de Lucía, lo dice sin rodeos: Pepe y Lucía piensan igual. Y ella ha rezongado a su hermana por no marcar un perfil propio. “Yo soy más cuestionadora que ella. Cuando no pienso como ellos no se los mando decir; se los digo de frente”, dijo María Elia, desde Paysandú, un departamento litoraleño del Uruguay donde también vive en una chacra.
En enero, María Elia viajó a Montevideo para estar con su hermana, recién operada de un cáncer de mamas. Lucía le confesó que estaba preocupada porque los periodistas se le acercaban con la excusa de acceder a Mujica. Para María Elia, esa batalla está perdida: “si salen tres senadores de una sesión donde se discutió algo importante, los periodistas van a ir a buscarla a ella. Y con razón, porque piensan que mientras tomaban mate por la mañana charlaron con Pepe de asuntos políticos, no de bobadas”.  
Constanza Moreira, politóloga y senadora del MPP, cree que conforman “una pareja en el sentido más cabal del término”. “Han desarrollado una ideología juntos, una manera de vivir la política y una actitud única con respecto al sector y al Frente Amplio. Es muy difícil en una pareja tan consolidada ver qué es de uno y qué del otro”. Un concepto similar tiene María Elia Topolansky: dice que han logrado un equilibrio como pareja, una “solidificación” que los ha transformado en uno.
Hace algo más de un mes, en gira por el departamento de Colonia para apoyar al candidato a intendente por el sector, los reporteros locales sólo querían hablar con Lucía; nadie consultó a diputados y senadores que llegaron de Montevideo, ni siquiera le hicieron una sola pregunta a Jorge Motta, el candidato a intendente y anfitrión de la fiesta. Para Moreira, ese interés en entrevistarla es, en definitiva, una desconsideración hacia su figura política.
Y bien que se ganó el derecho a reclamar respeto a sus ideas propias. Es la cabeza de la lista más votada del sector más votado del partido más votado. Es la tercera en la línea de sucesión a la Presidencia. Desde que Mujica lanzó su campaña hacia las presidenciales y renunció al MPP –“chau a la barra, ahora pertenezco a todo el Frente”, dijo en julio- y el otro gran líder, Eleuterio Fernández Huidobro, se alejó y formó su propio sector, Topolansky ha ganado en protagonismo partidario.
Hoy, junto a Eduardo Bonomi (ministro del Interior y futuro ministro de Gobierno, mano derecha de Mujica) y al senador Ernesto Agazzi, conforman un trío que intenta “suplir con ventaja” al ex líder que llegó a ser presidente de todos los uruguayos. “Probablemente yo tenga más visibilidad que ellos por mi modo de ser, por ser la compañera de Pepe, o porque soy mujer y me miran distinto. Bonomi es un perro, un tipo de una constancia y perseverancia brutal; Agazzi es un científico, una cabeza absolutamente racional. Yo le pongo un poco de pimienta a la cosa, le pongo corazón. Y me doy cuenta que tengo más llegada a la gente por cómo me expreso”, analizó Topolansky.
La empatía con el uruguayo de a pie la fue generando desde la salida democrática y la recuperación de su libertad, cuando con Mujica salían por los barrios a organizar las “mateadas” con los vecinos. La pimienta y el corazón fueron moneda corriente desde que iba al colegio y en edad escolar –tras la frustración de las cartas a Truman- Lucía y su hermana gemela organizaron una huelga de compañeritas en protesta por las estrictas reglas de las monjas.


 Lucía y María Elia Topolansky nacieron el 25 de setiembre de 1943. El matrimonio del ingeniero Luis Topolansky y Elia Saavedra ya tenía otros hijos: Ilse, Luis Leopoldo, Enrique y Carlos Federico. Y dos años después de las gemelas, nació Inés, la menor. Las gemelas fueron las mimadas de la familia, eran muy bonitas y doña Elia las tenía siempre peinadas y perfumadas. “Mamá pasaba rato haciéndoles una cola de caballo en el pelo, pero Lucía hacía unos escándalos horribles mientras la peinaban y a los cinco minutos estaba despeinada otra vez”, le contó su hermano Enrique, actual encargado de la represa de Salto Grande, a Raúl Mernies del diario El País. “La vieja se cansó y le cortó el pelo, pero era tan linda que hasta el cerquillito le quedaba bien”.
La familia que vivía en el barrio residencial del Prado se mudó al más top Pocitos. Las gemelas fueron al colegio privado Sacré Coeur de las Hermanas Domínicas porque su abuelo materno podía pagarles la educación que su padre no. El ingeniero Topolansky tenía una salud precaria y la economía del hogar estaba muy medida. “Papá se enfermó de cáncer cuando ellas eran chicas y nos fundimos. Nos quedamos sin nada. El que estaba muy bien era el abuelo Saavedra. Él nos ayudaba”, continuó Enrique Topolansky.
El abuelo Enrique Saavedra era juez de paz y conocía al dedillo las historias de alcoba de cada casa de la Ciudad Vieja de Montevideo. Vivía en una casona de la calle Sarandí y se jactaba de haber tenido en su baño el primer inodoro del Uruguay, chato e incómodo, pero importado directamente desde Inglaterra. También en esa casa estaban la espada y el uniforme del almirante Barrozo, un prócer brasileño que peleó en la guerra de la Triple Alianza.
Para María Elia Topolansky, su familia era de clase media con abuelos adinerados. “Mis abuelos Saavedra tenían campo, una estancia y estaban en la lista de los 500 latifundistas del país. Creo que mis padres llevaban un tren de vida superior al de sus posibilidades reales. Nunca nos faltó comida ni abrigo, pero cuando papá se enfermó, se complicó. Fuimos a un colegio privado porque lo pagó mi abuelo. ¿Quiere que le diga una cosa? Ahí aprendimos la lucha de clases”, se ríe la gemela de Lucía.
El ingeniero Luis Topolansky se asoció con una empresa constructora que estaba por empezar una obra en Punta del Este. Dirigió el pavimentado de avenidas principales del balneario, pero el gobierno de Juan Domingo Perón prohibió a los argentinos veranear en Uruguay, la empresa cayó en bancarrota y los Topolansky volvieron a la capital. 
De nuevo a estudiar con las monjas. Lucía era muy estudiosa y alumna de sotemuybueno. Le gustaba leer, pintar, jugar al vóleibol, andar en bicicleta y salir de cabalgata con sus primos. El tío Juan Saavedra le regaló sus primeros libros: el Martín Fierro de Hernández y El Quijote, que tanto admira.
Luego de estudiar hasta cuarto de liceo católico, las gemelas hicieron preparatorios de Facultad de Arquitectura. Ambas comenzaron su militancia en la secundaria, pero María Elia terminó el bachillerato en dos años y Lucía en tres. “Así que cuando ella entró a la facultad, yo ya estaba integrada a las estructuras de estudio, gremiales y de movilización”, recuerda María Elia, hoy acogida a la ley de reparación para presos políticos y periodista “amateur” de una audición radial en Paysandú.
Con 23 años, en 1966 María Elia se unió al MLN y un año después pasó a la clandestinidad. “Uno se moldeaba en el todo o nada, blanco o negro. Si no te comprometías, estabas para la pavada. Eras un nabo”, reflexiona María Elia.
Lucía, en tanto, hacía militancia estudiantil y “militancia social y solidaria”. Asistió a la parroquia universitaria, apoyó al sindicato de los trabajadores de la caña de azúcar del departamento de Artigas, ayudó en cantegriles (hoy conocidos como asentamientos, con otra fisonomía) y organizó colectas para enviar tractores a Cuba, en tiempos de su romántica revolución. A Lucía no le eran indiferentes la caída de Batista, la lucha por la Ley Orgánica de 1959 y las movilizaciones de los cañeros.
A fines de los años sesenta consiguió un empleo en la financiera Monty para poder pagar sus estudios de arquitectura. Poco tiempo después advirtió que la empresa era una fachada que llevaba contabilidades paralelas a conocidos empresarios y políticos. Se enfrentó con un dilema. “Pensé: ¿me quedo quieta y conservo mi empleo? ¿Me voy a la mierda y que esto siga? ¿O lo denuncio? En ese caso, ¿a quién? No tuve eco en el gremio bancario ni tenía contactos en la prensa. Entonces me vinculé al MLN y fui acumulando evidencias”, contó.
El asalto del MLN a la financiera Monty en febrero de 1969 fue todo un éxito con impacto positivo en la opinión pública. La operación armada desenmascaró una corrupción amparada por el gobierno de entonces. Con los libros de contabilidad apócrifos en los diarios hubo procesados por encubrimiento, renunció el ministro de Economía y los tupamaros ya eran vistos como los nuevos Robin Hood.    
Para ese año, Lucía –con el alias de Ana o “La Tronca” en la organización- ya era una mujer de armas tomar. Un año después fue detenida. Cuando el ingeniero Topolansky murió, Lucía no pudo ir al velorio. Estaba en la cárcel de Punta de Rieles.


 Se escapó por las alcantarillas de Montevideo y volvió a militar como guerrillera hasta que en 1971 fue capturada. Allí, en la cárcel para mujeres de la calle Cabildo, se reencontró con su hermana, pero la relación ya no era tan fraterna.
Del seno del MLN se habían escindido algunos grupos con la misma intención de lucha armada pero con matices en visiones estratégicas. María Elia se había sumado a la FRT (Fuerza Revolucionaria de los Trabajadores) y Lucía seguía siendo tupamara. “En esa época tuvimos una relación formal. Aquella vida política y las experiencias que uno tenía eran tan fuertes que resultaban más importantes que los lazos normales de seres humanos con vidas normales”, reflexiona María Elia.
Ese mismo año se fugaron nuevamente, esta vez juntas, siguiendo una planificación de los tupamaros. Fueron 33 mujeres que olvidaron las tendencias y huyeron por las cloacas. En la calle, y como la prioridad seguía siendo la militancia clandestina, las hermanas volvieron a separarse.
Recién se juntaron el 14 de abril de 1972. Ese día los tupamaros llevaron a cabo una operación sangrienta que tenían bien preparada: ametrallaron a dos policías, un oficial naval y un ex subsecretario del Ministerio del Interior. La venganza llegó unas horas después. Las Fuerzas Conjuntas localizaron locales clandestinos del MLN y ultimaron a ocho guerrilleros, cuatro en una vivienda de la calle Amazonas y otros cuatro en una casa de la calle Pérez Gomar. En esta última detuvieron a ocho tupamaros, pero dejaron en libertad a la mitad. A los otros, los mataron. Armando Blanco, entonces el “compañero” de Lucía, fue uno de ellos.
Las Topolansky olvidaron rencores por tácticas ajenas y se abrazaron emocionadas. Fue cuestión de unos minutos, porque volvieron a separarse: no era conveniente seguir juntas. Y se sabía: primaba la militancia “compartimentada”.
Envalentonada, la Policía solicitó autorización parlamentaria para la implementación de un “estado de guerra interno” y suspender la seguridad individual. El Ejército comenzó a realizar allanamientos, detener personas y torturar en unidades militares. El golpe de Estado estaba a la vuelta de la esquina.
En plena dictadura, Lucía y María Elia volvieron a verse… pero tras las rejas. En la cárcel de Punta de Rieles la política carcelaria se había endurecido, aunque no tanto como la sufrió el nuevo compañero de Lucía, un tal Pepe, uno de los que mandaba entre los “tupas” y más respetaban (y torturaban) los militares.
Pepe Mujica era un viejo conocido de María Elia, con quien había compartido una columna del MLN; Lucía lo conocía de vista, pero su hermana nunca se lo presentó. El contacto más estrecho entre ambos se dio esos meses previos a la nueva detención de Lucía. “Nos conocimos en la militancia, pero lo nuestro no fue una novelita rosa. En un momento dado nos hicimos compañeros. No había mucho tiempo, si estás en la lucha, estás para eso”, me explicó Lucía a mediados del año pasado en su chacra, en una casita sencilla con plantas que tapan la fachada, paredes descascaradas y techo de chapa.
De vuelta en la cárcel de mujeres, a las hermanas Topolansky les tenían prohibido saludarse. Les contestaron a los militares saludándose más efusivamente, como si contaran con signos de exclamación para eso; todo con tal de no dar el brazo a torcer. A Pepe seguía yéndole peor: estaba recluido en un pozo de algún cuartelito del interior donde los militares le prohibían ir al baño y hasta bebió su propio orín cuando no quisieron darle agua. A falta de compañeros de celda, se puso a hablar con las hormigas y nueve ranitas.
 A Lucía Topolansky la habían sentenciado a 45 años de prisión, pero cumplió 13 cuando llegó la democracia. Lucía y su compañero Pepe fueron amnistiados como “sediciosos” y recuperaron la libertad el 10 de marzo de 1985. A ella la sacaron en la primera camioneta policial que la dejó en el barrio residencial Pocitos, donde vivía su familia. A Pepe lo llevaron hasta la casa de su madre, en el más popular Paso de la Arena, donde todo el barrio lo esperaba. “Me sentí plenamente libre y feliz”, me confesó Mujica una mañana en su casa, antes de ser electo presidente.
Una hora después de estar liberados, Lucía llegó hasta la casa de la mamá de Pepe. Así, frente a todos, oficializaron un romance que había quedado trunco por la cárcel. Él volvió a dedicarse a la floricultura y ella empezó a atender una cantina en una facultad, vendiendo golosinas y sánguches de jamón y queso. Mientras buscaban independizarse, vivían junto a Lucy Cordano, la madre de Pepe.
Los guerrilleros estaban enamorados. El hoy presidente Pepe, para la biografía oficial Mujica de Miguel Campodónico (1999), intentó explicar ese rasgo enamoradizo de los revolucionarios: “No sé si será por la certidumbre instintiva de que se está rozando la muerte. De repente lo que digo es un bolazo que no tiene mucho asidero científico. La relación que se dé entre revolucionarios tiene que basarse en un afecto muy especial, muy intenso, porque están sometidos a la incertidumbre”.
Iba a ser difícil la adaptación a la nueva sociedad en busca de certezas, pero algo tenían muy claro: había que seguir militando.



Los dos se tomaron muy en serio la militancia. Si antes como guerrilleros eran “políticos con armas”, según el historiador Carlos Real de Azúa, ahora no tendrían más remedio que sumarse al sistema político si querían seguir soñando con el Uruguay socialista. Así nacieron las “mateadas” para conocer las inquietudes del “pueblo” y en 1989 el Movimiento de Liberación Nacional –luego de un agitado debate interno- devino en el Movimiento de Participación Popular, un grupo político sin eufemismos. Hubo que demostrarles a los principales dirigentes del Frente Amplio que los “tupas” estaban domesticados, para poder ingresar al partido.
En 1995 José Mujica llegó al Parlamento como diputado. Los medios se frotaron las manos: llegaba con la barba crecida, dejaba su moto Vespa en el estacionamiento, no usaba saco ni corbata, llegaba con los palillos de la ropa en el ruedo de sus pantalones y como yapa hablaba de una forma graciosa pero gráfica. No se parecía en nada a un político.
Ese año Lucía Topolansky asumió como edila suplente de la Junta Departamental de Montevideo y cinco años después resultó legisladora, como su marido. Ingresó como suplente del diputado Jorge Quartino y cuando éste falleció, se hizo cargo de la banca. Eligió integrarse a las comisiones legislativas de Presupuesto y de Vivienda.
Por esos años a comienzos del nuevo milenio la politóloga Constanza Moreira, izquierdista a escondidas, conoció a la pareja de Pepe y Lucía. Moreira había ido a analizar el nuevo escenario político a un programa de televisión, mientras que ellos esperaban su turno para ser entrevistados después del corte. “Estaban sentaditos los dos, uno al lado del otro, en la oscuridad de aquel estudio y no había ni un productor cerca. Llegué, me presenté y los abracé. Cuando me iba, me dije para mí misma: ‘mirá vos esta parejita, qué compinches los dos’”, recuerda hoy.
Mujica recién empezaba a ganar popularidad a base de ocurrencias ingeniosas e inteligentes y Lucía hacía sus primeras (de hecho, segundas) armas. “Cuando los empecé a tratar me impresionó la cantidad de cosas que sabía Lucía, porque quien más luce es él”, agrega Moreira, hoy senadora del MPP. También le llamó la atención la forma de razonar de Topolansky, como quien va desarrollando una cinta lentamente, compara. Algo de eso se percibe al escuchar hablar a la “primera dama” en su despacho: habla lento, claro, pone ejemplos, argumenta todo como sintiendo culpa.
Para Moreira ambos representan una “generación heroica” que sufrió, se repuso al dolor y sobrevivió “con ganas de reconstruir política” con un sentido positivo. No es romanticismo, dice. Es ese machacar con la idea de que la vida vale la pena, que la política es importante para cambiar lo que está mal y que, claro, siempre hay que seguir luchando por los ideales. “Hicieron su balance crítico una y mil veces. Lo de ellos fue mucho aprendizaje, mucho cambio”.
El poder de la política los siguió sorprendiendo y ellos hicieron lo mismo con el sistema. El 31 de octubre de 2004 Lucía Topolansky encabezó las listas del MPP para integrar la Cámara de Diputados, y logró su butaca. El sector fue el más votado (330.000 papeletas) para darle a la izquierda su primer mandato en la historia del Uruguay. El médico socialista Tabaré Vázquez ganó por el Frente Amplio y nombró al senador electo Mujica su ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca. Solo el MPP (MPePe para algunos humoristas) tuvo más votos que el histórico Partido Colorado, acostumbrado a gobernar desde la fundación del país. Lucía, suplente de su marido, ocupó su banca en la cámara alta.
En 2005 se casaron. Lo explicó Pepe Mujica en un programa de televisión: “Fue en la cocina de casa. Trajimos al juez, vino a la cocina, puso el libraco en la mesa. Nos salieron de testigo. En realidad fue una puesta en orden de los papeles en un tiempo que estás por una para salir y después se arman unos líos bárbaros”.
Lo mejor (y más increíble unos años atrás) estaba por venir.


“¡Al hombro! Van a desfilar para rendir honores a la señora presidente de la Asamblea General. ¡Giro a la derecha! ¡Atención! ¡Paso redoblado!”, exclamó el teniente coronel Dardo Romero la mañana del 15 de febrero pasado frente al Palacio Legislativo. Los que obedecían las órdenes del comandante Romero eran miembros del Batallón Florida de Infantería 1 del Ejército. El mismo batallón que capturó a Lucía Topolansky más de tres décadas y media atrás, esa mañana le rindió honores.
La sede del Batallón Florida es, desde la recuperación democrática, el ex penal de Punta de Rieles, donde las hermanas Topolansky y las demás presas políticas estuvieron presas. Veinticinco años después de haber recuperado la libertad y de inaugurada la nueve sede del Batallón de Infantería, los nuevos soldados se esmeraban en congraciarse con la nueva presidenta de la Asamblea General, la primera senadora del país, ex convicta de la repartición militar donde ellos ahora trabajan.
Jugarretas como esa, el destino le preparó varias a la pareja Mujica-Topolansky. Cinco años antes, cuando en febrero de 2005 Mujica fue el senador más votado y debió presidir el Parlamento, dijo: “ni el mejor novelista pudo imaginarse esto”. Pepe se había vestido con campera azul sin marca pero nuevita, y se vio por tele. A él le tomó juramento su compañero Fernández Huidobro, tupamaro y de andanzas en tatuceras (berretines). “Compañero de todas las horas, tómeme juramento”, le pidió.
Un lustro después, el guionista del Pepe y La Tronca tenía más capítulos para este culebrón político. El 15 de febrero de 2010 también asumió como presidenta de la cámara baja otra tupamara, Ivonne Passada. Pareció una celebración democrática organizada para ellos, un chiste interno: el también tupamaro Bonomi le tomó juramento a Lucía y al finalizar se despojó del protocolo. “Felicitaciones y vamo’ arriba compañera”, la alentó.
Al anochecer, en las escalinatas del Palacio Legislativo las cantantes Laura Canoura, Malena Muyala y Mónica Navarro entonaron tangos. Una cuerda de tambores formada por mujeres, La Melaza, concluyó la ceremonia. Lucía, la principal agasajada, y su marido, la presenciaron sentados en las escaleras, entre los curiosos anónimos.
Apenas un par de semanas después José Mujica asumió como presidente de la República. Llegaron medios de todo el mundo para ver de cerca la fábula increíble de la transformación política más excéntrica del cono sur. “Señora presidenta de la Asamblea General, mi querida Lucía, legisladores y legisladoras que representan la diversidad de la nación…”, comenzó su discurso Pepe.
Lucía Topolansky se resiste a compartir lo que sintió el 15 de febrero y el 1 de marzo de 2010. Pero da algunas pistas: “Decidí disfrutar el momento y punto. Dije que dentro de diez años voy a escribir lo que sentí, porque no quiero que tenga ningún tipo de utilización política ni periodística. Traté de disfrutar el momento al mango, porque no se me iba a dar dos veces en la vida”.  
 Por esos primeros días de luna de miel, la llamaron de todos lados. Le preguntaron si se sentía más identificada con Michelle Obama o la chilena Bachelet. Dijo que le gustaba vestirse sencilla, más como Bachelet o la alemana Merkel y reconoció que no tenía la “pinta” de Cristina de Kirchner. “Me hicieron un cúmulo de preguntas estúpidas y yo contesté”, dice hoy, lamentada por haber respondido.
Otras consultas fueron más incómodas (lo supo después) y despertaron polémica. Una periodista de la agencia EFE le preguntó por la conveniencia del uso de las armas para defender ideas políticas. Ella dijo en-política-nunca-digas-nunca y la oposición, claro, enfureció. Topolansky salió a aclarar, como tan a menudo hace su marido Pepe. Dijo que Barack Obama llegó a presidente prometiendo cerrar Guantánamo y abandonar la guerra en Irak y Afganistán, y no hizo ni una cosa ni la otra. “Quise decir que en política es sabio saber que no hay absolutos”.
Su colega y analista política Constanza Moreira dice que “no debe haber más personas en el mundo que hayan pasado más veces el test democrático” que Pepe y Lucía. Cree que no llegaron hasta acá por ambiciones personales, ni son narcisistas ni los seduce el poder. El propio Mujica le dijo a esta publicación antes de ser electo mandatario que prefería estar en su chacra que en el sillón presidencial. Si se postulaba, dijo, era para “darle una mano” al partido; no podía hacerse el desentendido.


La primera dama virtual tiene muchas tareas por delante, como senadora: está siguiendo la discusión de la ley de telecomunicaciones y la de presupuesto, y en cambio no le interesa mucho aprobar la que despenaliza el aborto ni la cuotificación de cargos por género, que moviliza a las feministas.
A Lucía Topolansky la desvela darle vivienda a los más pobres. “El ser humano es el único de toda la creación que no tiene un techo para vivir, mientras que el cascarudo más insignificante tiene su cuevita”, razona. Para eso estudia muy bien el Plan Solidario que instrumenta el Ministerio de Vivienda. A su pesar, se lamentó porque dos días después de la visita de Gatopardo no podría recibir en la comisión de vivienda del Parlamento a la nueva ministra porque justo ese día le tocaba “hacer de vicepresidenta”, ya que su esposo debía viajar a Venezuela, a visitar a Chávez.
Lucía se pone más seria que nunca y en su despacho se despacha: informa que el Frente Amplio redujo a la mitad la indigencia y bajó un tercio la pobreza. Ahora su marido –oficia de vocera, el rol que no le gusta- quiere eliminar la indigencia y bajar otro tercio los índices de pobreza. Ella sabe cómo. Hay un déficit de 100.000 viviendas pero, a su vez, hay 100.000 otras sin habitar. “Yo le puedo dar la mejor vivienda a una familia, pero si no la acompaño a aprender a vivir en ella y no incido en la cuestión laboral, sanitaria y educativa, es lo mismo que no le diera nada”. Y como siempre, traduce con un ejemplo que ilustra: estuvo seis meses tomando mate todas las semanas con una familia de clase baja para enseñarles a abrir la ventana. “Venían de vivir en una casa que solo tenía puertas y las ventanas les resultaban una agresión a la vista”, explica. Medio año de convivencia y apoyo a esa familia terminó en las ventanas abiertas de par en par. “Si esa otra mitad del trabajo no se hace, de nada vale que le dé la mejor casa”, concluye didáctica.


“Lucía es una especie de gota de agua de todos los días, de todos los momentos. Es de ese tipo de militante infatigable que genera luz propia pero de otra manera. Es prácticamente la consecuencia con forma de mujer y sin ella hay muchas cosas que no serían posibles”, dijo Mujica en diciembre de 2008 por radio. “La verdad que encajamos fenómeno”.
Para María Elia, su hermana es una mujer del montón, porfiada y cómplice, pero una mujer común y silvestre. Ella, la propia Lucía, piensa lo mismo; dice que no sabe por qué tantas editoriales le propusieron escribir sus memorias (“¿a quién le puede interesar la vida de una mujer común y corriente?”).
“Es una compañera más”, insiste María Elia del otro lado del teléfono, y con la voz idéntica a la de su hermana. La única diferencia es que le “tocó” estar en ese lugar, al lado del hombre al que le “tocó” asumir la Presidencia. Lucía toma prestada la frase de Ortega y Gasset (aunque desconoce el origen) y dice lo mismo que su gemela: “uno es uno y sus circunstancias”. Y sus circunstancias fueron de lucha, protesta, cárcel y sobre todo, militancia. Tanto compromiso que le costó no tener hijos o nunca llegar a ser arquitecta.
-¿Se arrepiente de algo?
-Es muy fácil opinar con el diario del lunes. Si volviera a vivir es probable que cometiera (sic) los mismos errores y los mismos aciertos, porque… uno es uno y sus circunstancias. Creo que en la vida me he comprometido con lo que he pensado, en el acierto o en el error pero siempre me comprometí. Y me dediqué a las causas por las que he vivido. En eso estoy tranquila.
Me hace acordar al dictamen de conciencia que me había revelado su hermana, para los que vivieron jóvenes aquellos sesenta en un convulsionado Uruguay: había que elegir entre todo o nada porque sino “eras un nabo”. Es fácil darse cuenta que Lucía, la mujer del presidente Pepe que le cocina todas las noches pero nunca le ceba mate, no está “para la pavada”. Valió la pena tanta militancia.


    

Entrevista a Cés... a mí

"Somos periodistas, no somos jueces"


El periodista e integrante del nuevo programa Santo y Seña respondió algunas preguntas sobre el periodismo, la TV uruguaya y el programa.


Por Felipe Seoane, de Cálculo TV



1-. ¿Cómo ve el periodismo en Uruguay? ¿Cree que muy pocos "se la juegan"?
Creo que hay buenos periodistas que hacen buen periodismo, mediocres y malos, como en cualquier otro oficio o profesión. Hay publicaciones que respeto mucho, buen periodismo en radio y muy poco en televisión, exceptuando los noticieros. Hay periodistas que se la juegan, como decís vos. El tema es que haya apoyo empresarial del medio para poder jugársela. Lamentablemente, muchos colegas a veces tienden a caer en la autocensura, algo más peligroso que la propia censura. Pero podría nombrarte colegas hombres y mujeres con agallas que preguntan lo que sea y que investigan hasta el hueso. El tema es que los dejen... 
2-. ¿Y sobre la televisión? ¿Qué le falta a la TV Uruguaya?
A la TV uruguaya le falta buen periodismo, eso sin dudas. Es el medio que está más carente en este sentido. Pero veamos el buen periodismo que ha llegado a verse acá últimamente, importado de Argentina, por ejemplo (La Liga, CQC) y el poco rating que tenía, también determinado por los horarios alejados del prime time. Lo mismo pasa en la TV nacional con Código País, que se emite después de la medianoche. Quizás sea porque se entendió desde arriba que no da réditos. Yo creo que sí, solo basta con apostar y jugársela, también desde arriba al periodismo uruguayo. Este año Monte Carlo TV está apostando al periodismo nacional, a la investigación, y creo que eso debe celebrarse. De hecho, puedo confiarte que muchos colegas de otros canales me han felicitado y me han dicho que la llegada de Santo y Seña es bueno para todos, porque si sale bien, quedará demostrado que fue una buena apuesta y significará un aliento para todo el periodismo uruguayo. Cuando en su momento otro canal apostó al periodismo en prime time, Zona Urbana revolucionó la televisión local. Y destapó cosas, mostró testimonios desconocidos. Si el periodismo está respaldado, puede dar rating y ser una apuesta exitosa.
3-. ¿Considera que están mejorando?
Es un avance enorme que un canal nacional, como Monte Carlo televisión, apueste al periodismo, como ya dije. Eso ya es una mejora que redundará en un empuje para la televisión local pensante, sin dudas.
4-. ¿Que significa para usted pasar del medio escrito y radial al de la televisión?
Me considero un bicho de prensa, porque trabajé 11 años en el diario El País, y he publicado en revistas de Uruguay, Argentina, Chile, Colombia y México. En radio El Espectador tuve un año increíble en 810 Vivo, hoy soy columnista en Suena Tremendo y acabo de ser invitado a una mañana de la prestigiosa Tertulia de En Perspectiva, lo que sentí como un premio o reconocimiento a mi trabajo. Esta no será mi primera labor en TV porque fui productor periodístico de Vidas (canal 12, Contenidos TV) durante dos años, pero sí delante de cámaras, y debo decirte que es todo un desafío. Seguramente el más importante de lo que va de mi carrera, porque hasta ahora "sólo" debía preocuparme por hacer buen periodismo (que no es poco). Ahora a eso tendré que sumarle salir bien en cámara, ser claro y conciso, tener empatía con el televidente y hasta pequeñas cosas como tener bien hecho el nudo de la corbata o que no se estropee el saco del traje... todo eso sin olvidarme que cientos de personas me estarán mirando con lupa (por ser nuevo en la tele) del otro lado. Sin dudas, será un proyecto encantador.
5-. Santo y Seña promete, y como ya lo dijo su conductor Ignacio Álvarez, tratará de sacar a la luz las cosas que están "escondidas", o "tapadas". Recientemente en Argentina, en el programa CQC, un periodista fue agredido por funcionarios políticos, luego de haber sacado a la luz y llevado a la justicia hechos de corrupción por parte del Intendente de Pinamar. Si usted conociese y tuviese pruebas suficientes, como para afirmar que un político, por ejemplo, estuviese implicado en corrupción, ¿lo denunciaría y llevaría al programa realizando un informe? ¿Qué opinión tiene sobre lo que ocurrido en Pinamar?
Sin dudas que si llega a mis oídos una supuesta irregularidad de un político o gobernante, la investigaría. Intentaría seguirla hasta el fondo sin descuidar ninguna punta. Después no dependería de mí que el informe saliera al aire. Pero quiero creer que  con la información debidamente chequeada y verificada, vería la luz. Sobre el episodio que protagonizó el equipo de CQC en Pinamar y la agresión sufrida: es la argentinidad al palo, dijera la Bersuit. La prepotencia a flor de piel. Es cierto que el periodismo que hace CQC incomoda, pero eso es lo bueno y eso los hizo distintos: ¡incomodan! Y lo hacen con ingenio y hasta humor, sin perder el rigor periodístico. El programa no se amilanó: identificó a cada uno de los patoteros y denunció sobradamente al funcionario corrupto. Ojo, a no confundir roles: hasta ahí llega el periodismo, después el turno es de la Justicia. No somos jueces, somos periodistas.  
6-. ¿Cuál será su función dentro del programa?
Seré productor y uno de los tres conductores, junto a Patricia Madrid y Nacho, como conductor principal del programa. Los tres producimos y los tres conducimos. Pato y yo estamos más abocados a nuestros informes personales y Nacho se encargará de otros espacios, como dialogar con Claudio Romanoff cuando desarrolle su columna de análisis político o incluso desarrollará entrevistas en piso.
7-. ¿Se puede adelantar algún nombre o tema a tratar?
¡Lamentablemente no!